Clotilde Rosa

Clotilde Rosa me habla,

entre cortinas naranjas floreadas

y olor a grasa de las palmeritas.

Una biblia en su mesa de luz

justifica el encuadre de su vida de desventajas.

Una cruz en la pared,

la colcha con flequitos, que parece de toalla,

color ladrillo.

Las cartas nuestras en el ropero,

tres vestidos, un collar de perlas falsas

un par de zapatos de taco medio.

¿Para qué más?

Dos escopetas en un rincón

y un revolver en el cajón

de la otra mesa de luz.

“¿Le gustaba cazar a tu abuelo?”

No.

 

Clotilde Rosa me habla,

me forma la fe con su Dios

en su iglesia de santos.

Visitas al cementerio, expediciones históricas.

Ella y sus hermanas

limpian bóvedas con detergente

y enceran el mármol negro

en una tarde de domingo casi festiva.

Pienso que es una ciudad rara esa,

trágica, que seduce.

Flores para todos sus muertos.

Y una rosa tirada al osario

por los huesos de la hermana

que fueron a parar ahí.

“Se olvidaron de pagar la cuota”, contesta a mi pregunta.

Una vez al año

saca su tapado de piel

(única ostentación en esta vida)

para saludar a la virgen del Carmen

y tomar chocolate en la plaza,

en un julio invernal

que me paspa los cachetes.

 

Clotilde Rosa me habla

entre sus visitas del campo,

cuando la patrona le da permiso

para venir.

La veo llegar en sulky, en vagón y,

más adelante,

en un 404 celeste manejado por mi abuelo.

Tuco, tallarines amasados

y pasteles.

“A la tumba llevarás

panza llena y nada más” dice

y se defiende así de la presión alta

y de la diabetes.

 

Clotilde Rosa me mira

a través de unos ojos

que cambian de color,

según el tiempo, dicen

según la amargura, digo.

Siempre entre repasadores

y cartas de canasta.

Vienen hermanas y cuñadas,

me enseñan el juego

y yo me distraigo contando los pliegues

de tanta piel arrugada.

Crezco entre viejos,

escucho, me asombro.

Mi abuelo duerme

en la punta de la mesa.

Llega la hora del mate.

Desde el ventanal de la quinta

el día se ve gris.

Tacos de reina y malvones,

batones y rosarios.

Después me pregunto

por qué tomé la comunión.

Torta marmolada, empiezan un partido nuevo.

Me siento en la falda de la abuela

y ella, despacito, me habla.

Me enseña, me construye.

¿De cuánta gente estoy hecha?

De mis muertas y mis muertos,

de mis vivos,

de mis vivas,

de mí.

De mi florecer salvaje,

y de las palabras de mi abuela

                             con el corazón

                                                                                           roto.

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