Temporada de vientos


 Será en la temporada de vientos. El sol dará en las hojas de los árboles que veré sacudirse por la ventana de mi cuarto, en mi casa, un lugar manso y chiquito, donde me permitirán morirme. Alguien, tal vez una nieta, me preguntará qué es el miedo, y se me pondrá la piel de gallina. Diré que fue lo que sentí toda la vida. Se me juntarán las arrugas que envolverán mis ojos por la sonrisa desplegada, levantaré mi mano que quedará recortada como una foto en la luz de la tarde y mi nieta, que tendrá los ojos que surcarán tres generaciones, levantará la suya y palma con palma nos reiremos.

Ella sabrá de mis amores, los viajes y los despojos. De la escritura atemporal, que ordena y predice. Ella hará lo mismo, como su madre, porque entenderá pronto que hay cosas de las que una no puede escapar.

Algunas nacimos para ser valientes, diré. Venimos con una capa de miedo, una piel gruesa que se afina con los años. La única manera de perderlo es atravesarlo, agregaré levantando un dedo al aire en dirección al cielo, abriendo los ojos en un gesto serio traído desde el adn de mi abuela, la inglesa española, tarotista y fría.

Diré que me estoy muriendo, ella dirá que sí. Se me llenarán los ojos del agua de mi cuerpo, esa que en la primera mitad de la vida creí que no se puede largar así como así, y en la segunda mitad creeré lo contrario. Le abriré la compuerta y, como en todo lo que entenderé como bueno, lo haré de un saque. Se inundarán las palabras y los paisajes, los abrazos se verán empapados, con hombros chorreantes de lágrimas y mocos en época de alergias. Mojados los libros, me costará llevarlos de una casa a otra y a otra y a otra hasta llegar acá, donde habitaré la paz que busqué toda la vida.

Mi nieta me pasará un algodón húmedo por los labios, pensaré que es injusto morir de sed. Cambiará los baldes, uno a cada lado de mi cama, las sábanas las dejará porque a esta altura no tendrá sentido incomodarme.

Entre tanta lágrima, la veré esmerilada. Querrá llamar a su madre, apretaré suave su mano y le indicaré que no moviéndome apenas. Ella sabrá que es el momento, entonces le pediré que cante. Se acomodará un poco en la silla de madera, los pies harán un leve ruido en el agua que inundará la habitación. Con voz suave me llevará por canciones que serán símbolos de momentos, que se llenarán de rostros, euforia, amor y besos. Seremos cómplices en la premeditación de esta alegoría. El esmerilado se volverá oscuro, solo me quedará la posibilidad de oír, como cuando llegué al universo acuoso de la panza de mi mamá. Recién ahí dejaré de llorar.


Comentarios

Entradas populares