Deshabito mi cuerpo
Le acaricio el pelo. Recorro con la vista la manguera que desemboca en sus venas. Algo tironea en mi útero. Digo que es miedo y vuelvo, deshabito mi cuerpo. Otra vez mi mano en su cabeza, sigo el río de pelo lacio, marrón, a veces rojizo, que se extiende manso por las sábanas blancas. Cuando nació yo andaba sin aire, boqueando como un pescado fuera del agua. Ella supo cambiar el mundo acuoso por oxígeno enseguida. A mí me hizo falta, me asistieron. Luego la pusieron a mi lado, pude ver su boca de llanto. Sus labios me parecieron anchos y me alegré. Guardé esa imagen. Como cuando mi papá me dio un beso en la frente antes de irse a trabajar. Yo miraba tele, era una tarde de verano en la casa donde todavía estaban juntos con mamá. Él recién se había bañado. Chau hija, olor a colonia, el gesto, mi soledad. En cirugía también estaba sola. Hablé conmigo misma, hay que poner el cuerpo para que nazca. Las luces blancas pasando arriba de mi cabeza, la camilla deslizada por una enfermera. El miedo a lo que ya conocía con mi primera hija.
En pediatría hay luces blancas también. En dos meses cumple quince. La pusieron acá, aún no cruzó esa barrera. No sé por qué, pero lo agradezco. Tiene los ojos cerrados, vamos por el segundo suero. Yo también estoy ahí. La miro desde los pies, recorro el largo del cuerpo. El winnie pooh pintado en la pared no combina con su tamaño, tal vez sí con mi maternidad. Voy y vengo a sus labios anchos, su llanto de estreno. A los tres, cuando la picaron las hormigas y estuvo en este mismo lugar con su cuerpo chiquito hinchado por alergia. Sigo como un dominó con guardapolvos y juegos, fotos acobachadas en la memoria como tesoros que duelen. Salgo de ahí por supervivencia. Respiro profundo y me toco la piel de los brazos, busco un límite físico, un ancla. Vuelvo a ella, está despierta. El médico dice que tal vez haya que realizar una cirugía. Queda en observación hasta mañana. La veo mejor, sé que no la van a operar. La escucho rezar hecha un bollito en la cama: Dios por favor no dejes que me operen. Nos pide lo mismo a su papá y a mí. Arreglamos turnos para quedarnos con ella. No los respeto. No puedo moverme. Sigue durmiendo, la dejo con el papá. Me doy una ducha y volvemos con la hermana, hacen colecho. Hay interconsultas, silla de ruedas, ecografías, el problema es otro. Le dan de comer y tomar, ese cuerpo en crecimiento lo agradece. Sugieren el alta a mediodía. Solo un acompañante dice un hombre de seguridad. La hermana no quiere irse, las veo piel con piel. Ven una película en el celular. Pediatría, vuelvo a leer el cartel cuando vuelvo del baño. Las veo por la ventana rectangular que tiene la puerta. Apenas entran en la cama. El pelo se les confunde, son dos ríos que confluyen. El ADN no entiende bien por donde va, revuelto, no sabe qué es de quien. Y yo estoy ahí, con ellas. La vienen a buscar a la hermana. Reniega, dice que no puede irse, le digo que en un rato vamos. Me mira con odio y se va.
Hago el colecho con ella, hombro con hombro. Ya casi tenemos el alta. Empiezo a habitar mi cuerpo, despacio. Soy la tela que cede, la ropa quitada que se derrumba en el suelo. Me mira. Siento el resplandor de sus ojos, veo la media sonrisa que usa cuando está contenta y va a decir algo. Gracias por quedarte conmigo.
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