No sé cómo vuelan los pájaros

 

A veces en verano el asfalto se quiebra de calor. Busco las veredas de sombra ancha. Tengo puestas sandalias chatas y el sol es tan intenso que no sé cómo vuelan los pájaros. Mis hijas tienen el olor a los tilos de la plaza del pueblo. Les compré las primeras ropitas en el negocio de la esquina, reconociéndome la cara hinchada y el cuerpo invadido en el reflejo del vidrio.

Aprendo a dar la teta y a acunar con mi primera hija, y vuelvo a aprender lo mismo con la segunda. Nacen en verano, abiertas y gozosas, entre aires de carnavales y deseos de mar.

El pueblo es un pozo. Cuesta que corra el viento y la humedad se estanca. A mis hijas se les forman rulos en un cabello que será lacio del peso, un poco colorado, que usarán largo, suelto, amazónico. Hoy las leo rubiecitas, como dicen las abuelas revolviendo las fotos de hace dos o tres décadas, compitiendo en los parecidos familiares entre el padre y yo.

El otoño entra como novio nuevo. Hay un sol amable que ilumina los colchones de hojas secas en las veredas. Amarillas, marrones, rojizas y otros tonos que chorrean y combinan con mis hijas, sus ojos, sus pelos y sus almas de dibujantes y cantoras. Salen en bici, la segunda la deja y corre porque dice que prefiere; chocan gente, preparan performances y tocan las puertas de las casas de la manzana para vender canciones y dibujos. Vienen con el cuento de que una vieja de la vuelta les habla de la crisis económica y de su enfermedad, y les cierra la puerta en la cara. Están asustadas y tienen la adrenalina de la sorpresa de que hay gente de mierda.

Vamos en auto hasta la laguna. Los jazmines del Paraguay de los bulevares, aún florecidos, nos acarician a través de las ventanillas bajas. El paisaje de agua y pájaros se destiñe alrededor, con los árboles dejándose desnudar por el paso del tiempo.

Las lluvias de abril traen botas y camperas. La tierra se recompone, las toscas se disuelven y el municipio arregla el asfalto. 

En el pueblo el invierno llega antes de tiempo. En mayo se cosechan los zapallos después de la primera helada y mi abuela poda las rosas. Mis hijas pierden los dientes y traen unos rebeldes, que hay que ordenar con aparatos. Para el veinticinco de mayo voy a los actos de la escuela a estrujarme la garganta y andar así todo el día, como en cada evento en que ellas estén, aunque sea al costado, de espectadoras.

Las heladas blanquean el paisaje, anuncian en la radio que el pueblo está entre los quince más fríos del país. Los extremos rompen, hay gente que llora, otra se suicida. Algunas personas escriben, otras hacen canciones. La sensación de finitud nos envuelve como una bruma, y se cuecen adentro las formas de sobrevivir.

La niebla espesa se instala, a veces todo el día. Entre cielos grises mis hijas se estiran, le ponen al mundo su impronta, amplían su conciencia y sufren, como corresponde.

Los vientos de primavera desempañan. El sol de mediodía que calienta los huesos llega antes, en agosto. La gente camina alrededor de la laguna aún con la angustia de los extremos; dejan que se pierda en el agua, con los patos y las gallaretas, para pasarla a buscarla luego, en las últimas caminatas de otoño.

El pueblo se llena de brotes y flores. El verde inunda lento las arterias de la tierra, los árboles y las personas reviven, empiezan los festivales y mis hijas se abren en una belleza que me parece escandalosa. Exploran las relaciones humanas analizándolas con precisión de cirujano. Van a la escuela secundaria, todavía hay actos. Salen en bicicleta, se llevan el equipo de mate a la laguna y me quedo con la pava sobre la hornalla, viendo qué hacer con el tiempo.

Excepto cuando se parte el asfalto, las noches son frescas hasta en verano. Entra de golpe en diciembre, ahogándonos desde las nueve de la mañana. Vuelve la humedad y el canto de los grillos. Las ranas croan en los zanjones de las afueras del pueblo.

Cerramos ciclos desesperados, bendiciendo lo bueno y arañando lo que no se hizo en balances exigentes. Corremos en la calle, en supermercados y almacenes, en tiendas de regalos, hasta el veinticuatro de diciembre que, pareciera, se nos termina el plazo para hacer todo lo que hay que hacer.

Desde navidad hasta año nuevo nos arrastramos de cansancio resolviendo los pendientes que aún quedan. Cocinamos con el ventilador o el aire acondicionado si es necesario. Dormimos las siestas más largas, en la calle solo andan los adolescentes que van a las piletas.  

El aire huele a uva de parra, a jazmines invasivos y a final de escuela. 

Mis hijas toman en copas, brindamos, nos abrazamos. Se sacan fotos con la ropa nueva, escandalosas, que luego llevarán a la fiesta que se hace bajo las estrellas, en este pueblo hundido, caluroso y frío, perfecto para romperse.

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