Escriba

Escríbale cartas a su padre cuando no pueda hablar con él. 

Que sean líneas atoradas de llanto y furia adolescente. Hágalo en el reverso de una factura vieja mientras su padre le da de comer a los animales. 

Él la leerá conmovido, hablarán poco. Luego la doblará con sus manos callosas de cargar y descargar garrafas de gas, de enriendar caballos y armar corrales con palos que encontrará tirados por el campo mientras maneja el Mercedes modelo 60 llevando de changa algún tacho; la guardará en el cajón donde guarda las fotos en un escritorio barajado de algún remate o de algún muerto, en su casa alquilada, sencilla, casi galpón, en una quinta cerca del pueblo.

Transite así la adolescencia, crezca y siga escribiendo para ordenar sus emociones, sin signos de madurez ni vistas de lograr una charla tranquila.

Váyase a estudiar a una ciudad grande. Extrañe y escríbale a su madre. Sea cursi y egoísta, no escatime en victimarse.

Envíela por correo.

Ella llegará de trabajar en su Zanella 50 color gris, abrirá la puerta de su casa de barrio con los lentes de sol puestos, la cartera colgando, seguro alguna bolsa con cosas para prepararle comida a su hermano, tal vez papas y carne para hacer pastel; no verá la carta deslizada en el suelo, pero la pisará, verá el sobre sellado y sentirá que es un buen día a pesar del cansancio. Se sentará a la mesa del único ambiente con la campera puesta, la leerá y llorará.

 

Escríbale a su novio. Demuéstrele un amor inmenso del que luego no pueda hacerse cargo. Sea poética, desinhibida, erótica. Repítalo con cada relación afectiva que llegue. No ande con medias tintas, escriba desde el enojo y el reclamo también. Clave cuchillos, sea lapidaria. Ellos las tirarán, o las guardarán para añorar o reírse después. No importa.

 

Escriba para usted. Un diario, un cuaderno, textos sueltos. Sea rococó, melosa, incendiaria, escueta o fría, pero escriba. Encuéntrese analizando su estado de ánimo, sus deseos, sus pendientes. Sea ridícula. Vuelva a quejarse de las mismas cosas una y otra vez.

Junte cuadernos, apílelos en el ropero.

Espere unos años y un día cualquiera diga que ya es tiempo.

Empiece por el más viejo, reléalo, arranque las páginas que quiera salvar, diríjase al patio un sábado a la tarde que sus hijas no estén, habrá sol y el verde del pasto parecerá reavivado por la lluvia del día anterior; saque el encendedor del bolsillo y queme los papeles de a uno. Sienta que es un ritual, que una parte suya muere también. Luego préndase un pucho mirando cómo la llama se come sus palabras.

Haga talleres de escritura. Elija por el pálpito, uno, otro, y otro más. Engánchese, aburrase, abandone. Escriba una novela y guárdela en un cajón. Nunca la publique.

 

Escriba poesía sin saber, por intuición.

Cuando no entienda, cuando la partan, la rompan, la ahoguen, cuando el amor necesite ser contado de alguna manera, cuando necesite desmenuzar la palabra amistad, cuando necesite desmenuzarse.

Poesía en dos versos, en cinco hojas, en un libro. Publíquelo y entienda el significado de la frase “A lo hecho, pecho”.

Por fin, entréguese a la escritura. Acéptela como destino, como parte del cuerpo.

Escriba y sea su propia editora, sanguínea y feroz.

Mantenga su estilo.

 

Siga quemando.

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