Vamos a ir por un camino pedregoso

 

Vamos a ir por un camino pedregoso, como un hachazo que corta el pastizal espeso.

No me vas a invitar. Te voy a preguntar si vas al acampo, diré yo voy con vos y no te dejaré opción, aunque podrías mentirme.

Me bajaré a abrir las dos tranqueras de entrada a la estancia, portazo, desengancharé, me deslizaré con la tranquera, ruido de motor, frenarás con tus piernas largas, sobradas, engancharé, me verás llegar por el retrovisor y te darás vuelta porque nunca confiaste en esos espejos.

La AM del pueblo se mezclará con los pájaros y los cuises, vos tendrás en tu mano grande, rociada de pecas, la libreta almacenera pequeña con el contorno de una llama del norte en su tapa y una bandera argentina, que es donde anotás tus cosas, como cuando te vas de casa que te vas al rato en realidad, detenido en la cabina de la camioneta aún en la puerta, que sería como tu oficina o tal vez un confesionario.

Repasarás algo en las hojas a través de tu mirada inconsolable. Me mirarás con tus ojos color a mar en invierno, luego te estirarás y me abrirás la puerta con estampido a lata, te guardarás la libreta en el bolsillo de la camisa, que sobresaldrá unos centímetros; y yo seré feliz pero no lo sabré porque nada extraordinario sucederá esa tarde.

Veremos un alero que se desplaza a lo largo del caserón rosado, por el sur varios árboles lo abrazarán atajándole el viento. Más atrás se verán un rancho y un galpón, como haciendo guardia.

Entrecerraré los ojos para cubrirme del sol, te preguntaré dónde estamos y a quién venimos a ver para olvidármelo a las horas, no bien lleguemos de vuelta al pueblo y mi mamá me diga que avisaron mis amigas que nos juntamos del Flaco, que hay que llevar para tomar pero ellas ya compraron, iré, bailaré, beberé lo que el cuerpo me aguante y festejaré a los gritos que soy egresada en una burbuja etílica que se llevará los recuerdos y detalles de esa noche con el nombre de la estancia y el del señor que fuimos a ver.

La Ford vieja se anunciará, destartalada. Saldrán tres perros que parecerán lobos, el dueño los mirará sin chistarlos, apoyado en un poste con un mate en la mano. Me bajaré con vos sin esperar a que los perros se calmen, en señal de coraje, de que pertenezco. Otra cosa no esperarás de mí.

El señor silbará enseguida, los animales serán una estaca, luego volverán al galpón de donde salieron eufóricos, ahora con las cabezas gachas y la cola entre las piernas. Pensaré que esos perros saben de rebencazos, así se educa en el campo. Al que no aprende se lo cuelga sin miramientos, es como llenar una bebida o separar la lechera a la noche.

Nos acercaremos, dirás hermano cómo andás sin ser cercano a él, yo no me asombraré, apoyarás tu mano en mi hombro y me presentarás como tu nieta, la de Marcelo, y yo besaré en el cachete al gaucho desconocido y recordaré a mi abuela diciéndome que no bese a esos gauchos de miércole, despotricando, y luego ensalzándolos, anhelante, en su vejez más vieja.

Iremos hasta el rancho hablando del rico que está en Buenos Aires, solo viene dos veces al año, y del tiempo, que está todo seco, de los bichos que andan desesperados buscando agua.

Hablarán del gateado, iremos hasta un corral hecho de palos a ver el caballo. Me preguntarás si me gusta, yo diré que sí, es lindo, sin agregar que me parece majestuoso porque tengo miedo a errarle. Luego me distraeré, inmersa en ese escenario de aire liviano, con la bomba de agua, la sombra de los eucaliptos, el ruido encantador de las hojas golpeándose entre sí, que tantas veces querré describir luego.

Me apoyaré en un alambrado, admiraré la tarde unos instantes, sobria, intensa. Te veré de lejos parado en tu metro noventa y siete con una mueca afable en tu rostro, espalda ancha, erguida, panza que devela el gusto por el vino, el guiso y los asados, con tus bombachas de campo claras, color hielo, alpargatas blancas y camisa manga corta con rayas espaciadas, muy finas, que forman cuadrados grandes, casi imperceptibles. Tendrás una boina de hilo bordó en las manos, tan gastada que será rosa, la girarás jugando y decidirás comprar el gateado no porque puedas sino porque el gaucho lo necesita. Te pasarás una mano por el cabello, que es como un tobogán amable lleno de canas maduras. No podré imaginar ni antes ni después otro color que no sea el blanco cremoso con vetas amarillentas, como si los abuelos nacieran con el pelo así.

Te subirás a la Ford que se moverá como una canoa, los perros saldrán del galpón habilitados para la despedida. Estaré esperándote en la primera tranquera, lista para pasear, enganchar, portazo y al pueblo. El grillerío lindará con lo ensordecedor cuando la camioneta espere con el motor regulando a que me suba, no habrá viento que desparrame los ruidos, el campo estará planchado y decidiré que me llevaré eso conmigo, con dos estrellas que inaugurarán el cielo de esa nochecita de verano.

Preguntaré, como siempre, y vos me dirás cosas, con la mano en alto, como: no hay que hablar porque el engañado es feliz; o: no hay que decir este es bueno o este es malo, hay que saber para qué y hasta donde con esa persona. Me acordaré de la noche en lo de tía Beba, cuando era chica, me enseñaste a recitar versos: postura, tono y la mano en alto cada tanto. Al domingo siguiente fui a tu programa de radio.

A lo último, cuando se vean a lo lejos las luces del pueblo, veremos el cielo negro rebozante de estrellas. Iremos en silencio, habitando con distensión el asiento amplio, entero, de la camioneta. Vos pensarás en cosas que sospecho son como las que estoy empezando a pensar ahora. Yo pensaré que es sábado.

 

 

 

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