Una casa hecha barro

 

Una casa hecha barro. Paredes descamadas de cal blanca. Por las aureolas asoma la tierra, irreverente. Una puerta desolada al frente y dos ventanas chicas a cada lado, con una cruz que simula partir el vidrio en cuatro. Un techo de paja torcido es el aura del rancho, pienso que tendrían que peinarlo.

Estiro mi mano, toco a mi paso las hojas de un sauce guardián que se eleva, poderoso, delante de la morada. Mi abuela esquiva con la cabeza las ramas y, a veces, contonea un poco el cuerpo dentro de su pollera marrón.

Se anuncia con un aplauso: ¡Buenas tardes! (alarga la a y la e de la última palabra) en un canto que me calará, inimaginable, bien hondo, y solo sabré que lo tengo cuando llegue a una casa de planchas sin timbre ni campana, y escuche a mi abuela volver desde su tumba por mi garganta en un campo alejado, la gente que salga a mi encuentro me verá los ojos acuosos y yo diré que es por el viento sur, veinte años después.

Aplauso de nuevo, ¿Negra... estás? Dice mi abuela mientras hamaca mi mano con la de ella, Ahh ahí está, camina y me lleva, yo todavía miro un poco para arriba al sauce llorón con sus ramas lacias mientras mis pasos confían en los tirones suaves. La tía Negra tiene medio cuerpo afuera por entre las cortinas de hule rojas, naranjas y rosas de la puerta del costado, siempre abierta en verano. Su cabeza de tótem me da miedo, ancha y seria, con una corona de pelos como los pajonales que veo en el campo donde emplean a mis abuelos.

Entramos a la cocina, aun no entiendo si es bueno o es malo que estemos acá. Es de un celeste grisáceo, con machas de humo. La tía Negra con su rostro descansado de expresiones, tan impávido, le ofrece mate a mi abuela y pregunta por mi abuelo, su hermano. La abuela le cuenta sobre su salud, que anda bien gracias a Dios, y agrega algunos detalles del resto de la familia y el trabajo en el campo, a lo que la tía Negra demuestra interés con la mirada.

Como no quiero que me mire, clavo la vista en el piso de tierra o en el almanaque que incluye los nombres de los santos, de papel solapado colgado en la pared ahumada. Al lado, pende de un clavo un espejo redondo de marco plástico rojo. El mate también es rojo, de loza. Seba dulce, pero no me convida. El apoyo de la pava tiznada es una carpeta de lana tejida al crochet, de varios colores.

La cocina a leña está encendida, la tía Negra cada tanto revuelve una olla de lo que parece ser un guiso. Con la puerta abierta el calor se soporta, dice y sigue: Francisco está en la pieza, por si quieren pasar. Mi abuela acepta enseguida, a eso habíamos ido. Su alma cristiana le imploraba que vaya a ver al tal vez moribundo tío Francisco, más allá de las peleas y los desplantes familiares del pasado.

La habitación está fresca, mi cuerpo nota enseguida el cambio de temperatura y de luz. Casi en la oscuridad, el tío Francisco duerme en su cama de hierro con un crucifijo en la cabecera. La cal de las paredes, verde suave, ahí también se cae. A un costado, una de las ventanas de vidrio repartido deja pasar levemente la luz, filtrada por una cortina floreada que se ajusta al marco, con un pequeño volado.

El tío Francisco respira con dificultad. La abuela apoya su monedero en la única mesa de luz que tienen, al lado de una lámpara a querosene. Saca un rosario, lo besa, se persigna y comienza a rezar. Miro a la tía Negra por entre las cortinas de cuentas que nos separan de la habitación. Está sentada, había corrido la olla del fuego y mira fijo el calendario.

Del rancho oscuro quedó el barro nomás. Todo desaparece bajo la lluvia y el viento, se lo come la tierra. Cada vez que paso por ahí miro para otro lado.

 

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